EXPERIENCIAS PERSONALES
Memorias de un marinero
«¡Andrés, hay una persona viva entre los cables!»
Me llamo Andrés, fui patrón de pesca de altura durante cuarenta y tres años de mi vida y resido en el Centro SARquavitae Monte Alto, Jerez de la Frontera.
La anécdota que les cuento a continuación tuvo lugar allá por el año 1972, durante una de mis primeras singladuras. Serían como las tres de la madrugada de una noche sin luna, negra como boca de lobo. Estábamos faenando un poco al norte del Cabo Blanco del Sur, como a milla y media de tierra, cerca del poblado de La Güera, antiguo Sahara español, con la mar tranquila como una balsa de aceite. De repente entró en el puente Antonio, nuestro maquinista, gritando despavorido porque había visto un par de ojos entre los cables que tiraban del copo.
Imposible, porque allí, en plena costa Sahariana, no había alma humana viviente en muchas millas.
Detuve el barco y encendí los focos de popa. Y allí estaban, entre los cables del copo, dos ojos enormes y escalofriantes que nos miraban fijamente y que aparecían y desaparecían por momentos. ¡Madre de Dios!, no me llegaba la camisa al cuerpo y esos ojos ahí, entre los cables. No sé cómo vencimos el pánico e izamos la red a cubierta, pero allí no había nadie, salvo la captura y un agujero en la red como de medio metro de diámetro. ¿Y los ojos?
Volvimos a mirar desde la barandilla de popa y nada. Habían desaparecido, se los había tragado el mar, nunca mejor dicho. Seguimos faenando y al amanecer ya teníamos la cubierta a rebosar de captura. Comenzamos a prepararla para meterla en las cajas de bodega cuando nos dimos cuenta de la razón del susto: los ojos escalofriantes eran de un enorme lobo de mar como de cuatrocientos kilos que estaba merodeando alrededor del barco.
Y no estaba solo porque en cuanto comenzamos a tirar por la borda el despojo de la preparación de la pesca, aparecieron, como auténticos torpedos, una enorme cantidad de “ojos” a disputárselo. Eran lobos marinos de una colonia cercana que pude ver con los prismáticos cuando acerqué el barco a la playa.
Y así, colorín, colorado, termina el cuentito de uno de los sustos marinos más grandes de mi vida.